Testigos
Un hombre corpulento, de ojos pacíficos y profundos, con una generosa barba blanca, que parecía ser el viejo del mar de Hemingway, nos daba la bienvenida en su casa, en la tranquila Concepción de Ataco, zona de montañas y clima fresco, al oriente de El Salvador.
Su nombre es Attilio, y en su juventud, supo picar millones de veces una pelota de básquetbol con la camiseta de la selección guanaca,[1] luego le toco emigrar a los EEUU y allí supo trotar miles de kilómetros en interminables maratones y manejar otros muchos miles más llevando camiones a lo ancho y largo de ese país. Una noche, mientras intentaba dormir en uno de eses hoteluchos de mala muerta que habitan los márgenes de las desoladas carreteras norteamericanas, sintió un aprieto en su pecho. Al día siguiente, supo que ese aviso era su tierra reclamándolo luego de mucho tiempo de ausencia, y casi sin pensar viró el timón y pegó la vuelta.
Desde entonces, soportando males ganados por una vida persiguiendo bienes, busca pasar en su último puerto, el tiempo en calma, navegando mares nocturnos, hasta que lo lleve la embarcación que no regresa.
Capitán de su alma, amo de su destino, jamás tuvo buenas migas con el Señor ni con sus allegados. Ateo hasta los tuétanos, no se deja llevar por consejos celestiales ni deberes morales que vengan atrás de una cruz. En la religión attiliana, el pan siempre es pan, y el vino, solamente vino. Sin embargo, anda por la tierra con las constelaciones adentro y la astronomía en la mano. En las noches estrelladas, como en procesión, sube lento y callado unas escaleras exteriores, y a cada peldaño que avanza hacia el firmamento, la prosa cotidiana va cediendo espacio a la poesía de la existencia, y antiguos pero fieles dolores lo van abandonando, mientras las constelaciones, como si lo vieran, se van prendiendo cual luciérnagas. Desde su azotea, apunta para arriba, no para buscar a Dios, sino para perderse en el insondable misterio de galaxias, soles y sueños que lo aguardan pacientes, en el interior de su telescopio. Por la mirilla deja volar alto los pensamientos, que remontan el cosmos lo mismo que cometas en primavera, y recorren libremente el espacio‑tiempo, zigzagueando entre planetas de nebulosos recuerdos. Allí, encuentra su lugar preciso, su punto exacto, y porque se sabe insignificante (de polvo y cenizas también), se vuelve trascendente. Detiene el mundo y lo acomoda un poco, y este, por pura reciprocidad, también lo acomoda a él, y hasta la más pequeña menudencia se haya de pronto en su sitio en medio de esa inmensidad. Sin dejar de avanzar por territorios incógnitos y luego de un hondo suspiro reflexiona en voz baja «Hay más tiempo que vida»
En la Vía Láctea andaba cuando una llamada a su puerta le cambió el viento y su cometa se estrelló contra el cenit. Era el día de la semana, que desde tiempos remotos aparecían con acostumbrada puntualidad, una y otra vez, dos testigos de Jehová. Más de una estrella había nacido, crecido y partido mientras ellos se mantenían orbitando la ciudad en la misma elipsis, golpeando las mismas puertas, predicando idénticas verdades.
Dios era testigo de que Attilio ya había intentado, por todos los medios, persuadirlos a abandonar la empresa de convertirlo. Ellos no podían entender cómo un ser humano con tendencia al infinito no buscaba respuestas en su creador, y por eso insistían e insistían, y cada vez le entregaban más revistas, le traían más mensajes y le prometían más salvaciones. Pero la única salvación que pretende Attilio es la de sus calvarios vertebrales, que solo le dan una tregua divina cuando las manos de Lilian se convierten en masajes o cuando algunas estrellas pintan con luces las noches de Ataco.
Ese día, mientras se dirigía una vez más a atenderlos, un pensamiento salido de la nada, o como si alguien desde algún lugar un mensaje se lo enviará lo alcanzó. Entonces abandonó habituales e ineficaces frases utilizadas: “muchas gracias pero no estoy interesado”, “no tengo tiempo en este momento”, “quizás en otra vida”; y se persignó con repentina vocación católica.
Ellos, que lo esperaban igual que siempre, con inmaculado optimismo y agazapado entusiasmo, no sospechaban en lo más mínimo lo que estaba a punto de ocurrir. Cuando la puerta se abrió, un fuego helado les recorrió el cuerpo, y vieron boquiabiertos la escena que se exhibía delante de sus ojos.
Sereno y placido como un bebe recién amamantado, con una sonrisa amplia y satisfecha que le llenaba la cara, Attilio se presentó como Dios lo trajo al mundo.
Los asiduos visitantes salieron corriendo despavoridos dejando un surco en el aire cual estrella fugaz, y nunca más volvieron.
[1] Así se les dice a los salvadoreños.