Se nos terminaban las “vacaciones”. Restaban dos días para que mis padres retornaran a Montevideo y también dos días para volver a subirnos al camino en bicicleta y aunque estábamos disfrutando de la compañía, el paseo, buenos hoteles, y mejor comida, el bichito viajero ya nos estaba picando…
Otra vez ¿A dónde vamos? En una pequeña asamblea, algunas opciones fueron manejadas y la que termino triunfando por consenso fue “Semuc Champey”,ubicado en el departamento de Alta Verapaz. En realidad pocos argumentos fueron necesarios (por no decir uno) para dicha elección. Era un lugar “maravilloso” que no podíamos dejar de ir, nos dijeron en el hotel.
Luego comenzó la negociación de pasajes y hospedaje. Averiguamos en un par de lados, y reservamos una cabaña para los 4, que incluía el traslado desde Santa Elena. Eran casi trescientos kilómetros, pero los cálculos de viaje por rutas que hacemos en Uruguay, de que serían 3 horas, no eran trasladables a estas realidades, donde hay caminos de piedra y tierra que serpentean montañas y volcanes. La medida de distancia es el tiempo, no los kilómetros. En este caso, entre siete y ocho horitas llevaría la odisea.
Salimos de madrugada, la noche aún estaba firme cuando a las 4 am llegó el remise. Fueron horas de sacudones y curvas que hacían extrañar las bicicletas. Un par de horas después rl sol comenzaba a despertarse y con el postales de pueblitos pasaban velozmente
Allá por las 9 am, comenzamos un descenso abrupto contornando una montaña. El verde exuberante del afuera junto a una niebla que crecía y nos envolvía, era de una calma belleza que casi nos hacían olvidar el precipicio que corría a dos o a veces medio metro de las ruedas del vehículo.
De repente la bruma blanca se fue como si se tratara de una cortina que se hubiera levantado.
El coche paro y una voz nos dice: “llegamos”. Nuestras piernas apretujadas, agradecieron estas palabras, sin saber que iba ser el comienzo de una sucesión de conflictos y malentendidos que nos iban a acompañar a lo largo de nuestra estadía en el Hostal “Oasis”.
Teníamos reservado una cabaña en el propio Semuc Champey pero donde habíamos parado estábamos a varios kilómetros del sitio. Un muchacho indígena, funcionario del hostal, nos dijo que no había más disponibilidad en el otro local, pero que no pasaba nada, era todo del mismo dueño y que mañana podíamos ir en una locomoción de ellos. ¡No pasa nada las pelotas! Me salió de adentro. (Desde mi punto de vista, nos habían metido en la categoría de “aestosturistasconplatalojodemosinproblema” lo cual no estábamos acostumbrados cuando viajábamos en bicicleta, pero ahora, era distinto, a sus ojos eramos como todos los turistas “gringos” que allí llegaban, y por más que quisiéramos, sacarnos ese rotulo no dependía de nosotros)
Ya habíamos pagado todo anticipado (cosa no conveniente por estas latitudes) y no podíamos ir a otro lugar sin perder ese depósito. El problema era que mis padres tenían solo ese día para visitar el parque, ya que al día siguiente debían tomar el vuelo hacia Uruguay, por lo que esa “avivada” iba hacer que al otro día de mañana se volvieran sin haber conocido nada. Si nos hubieran dicho antes, hubiéramos buscado otro hostal.
Yo quería seguir la discusión, pero mis padres y Mariana, me fueron convenciendo de que ya está, que no iba solucionar nada. Bueno, quedó por esa y pasamos el día descansando y recorriendo la zona. A la mañana siguiente, mis padres se volverían y nosotros iríamos al famoso Semuc.
En la mañana siguiente a las 5 am llegó el remise que los iba a llevar de vuelta. Nos despedimos con pena pero con la alegría de todo ese tiempo compartido.
El astro rey ya se hacia sentir, y era nuestra vez de visitar las aguas y justificar la ida. Nos habían dicho que nos iban a llevar en una camioneta gratis para compensar el “malentendido” anterior. Eran las 9 am cuando bajamos y vimos el vehículo listo para salir, repleto de turistas. Nos pareció algo raro, ya que nos iban avisar cuando salieran.
Al vernos nos dijeron que nos apuráramos que ya estaban saliendo. No nos gustó la forma y tampoco que si decidíamos salir ya, perdíamos el desayuno que estaba incluido en la tarifa (y no queríamos regalarles nada) Mientras pensamos un instante, nos interrogan si queríamos contratar servicio de “guía” que incluía almuerzo, paseo en boyas por el río, y en una gruta oscura con murciélagos. Le contestamos que no. No estábamos en clima como para andar con ellos, ya no le teníamos confianza. Entonces, ante nuestra negativa de pagar, y antes que decidiéramos que hacer, decidieron por nosotros, y se fueron así, sin más. Ya no teníamos en que ir. Otra perlita que se acumulaba al collar de calenturas.
Fuimos caminando algunos kilómetros hasta el pueblito de Lanquin, cuya Iglesia de “San Agustín” data de 1540.
Estábamos buscando algo para comer y fue una alegría encontrar a la feria de la ciudad, con muchas frutas y comida local. Pero nos tuvimos que apurar ya que estaba por terminar
Preguntamos como podíamos hacer para llegar a Semuc Champey (que en lengua maya Q’ekchi quiere decir “río que corre bajo la montaña”, cosa que más tarde iba quedar evidente). Una camioneta que lleva gente local a trabajar por la zona pasa por allí nos comentaron.
Semuc Champey está declarado Monumento Natural y una de Las Maravillas de Guatemala.
Una media hora esperamos hasta que se completaran los “asientos” y partimos por unos pocos quetzales. Doce km nos separaban del enclave natura
Arribando al destino esperado, luego de negociar infructuosamente algún descuento mayor en las entradas, comenzamos el recorrido. El horario de ingreso al sitio ecológico es de 8:00 a las 18:00 horas los 365 días del año contando con un área para acampar (aunque conviene averiguar antes de ir, ya que ha ocurrido algunas veces conflictos entre los pobladores locales y el gobierno, y lo han cerrado por tiempo indeterminado).
Los primeros pasos se fueron adentrando en el bosque húmedo, que como si fuera un verde túnel espeso nos iba guiando por entre los árboles.
De repente, un ruido que viene de arriba de nuestras cabezas…
Era una familia de monos aulladores!
Algo más andamos y una mujer maya con sus dos niños ofrecía bananos. Intente entablar una conversa, pero mis palabras en español no produjeron entendimiento, y dieron lugar a los gestos y las risas, que sí dialogaron, y llevamos las bananas a cambio de algunos quetzales…
y también nos llevamos la alegría de ese efímero encuentro.
Algunos minutos más adelante, una brecha de luz se abre camino en medio de la vegetación cerrada. Nos acercamos. Era el “mirador” y nuestra respiración se cortó por un instante ante lo que divisaban nuestros ojos. La belleza de ese paisaje lo inundo todo. El verde alimonado del agua se complementaba y hacia contraste con los verdes más oscuros de las copas de los árboles que parecían abrirse para también contemplar. Pasamos allí un tiempo, observando esa maravilla.
Miles de años atrás, este lugar estaba cubierto de agua. Los restos de las conchas y huesos de animales del mar se fueron transformando en polvo y así dando lugar a las inmensas montañas de rocas calizas que contornan el río Chahabón. Inmensos bloques de piedras fueron cayendo con el paso del tiempo y construyeron un “puente” sobre el propio río que se interna y corre por debajo, unos 400 metros a través de una cueva subterránea. En este puente es donde se forman las espectaculares pozas naturales.
Luego, había que seguir camino abajo y conocerlas personalmente.
Cuando llegamos a sus pies, Mariana, para variar tenía que hacer su salto. Pero antes, había que cambiarse.
El agua era fría pero no tanto, y pudimos disfrutar de su frescor un buen rato en las majestuosas pozas que se forman, cuyas profundidades van de uno a cuatro metros y que se presentan en tonos variados que van del celeste claro al verde turquesa.
Pero esa tranquilidad arriba, esconde la violencia abajo, por donde el río pasa en fuertes torrentes que desembocan en una catarata de 40 metros. Es conocido por Sumidero, ese internarse del río.
A la salida, bajo una pergola un grupo de muchachos tocaban alegremente una marimba. En sus escaleras, una niña indígena ofrecía unas especies de discos grandes de cacao. Le compramos dos, más por establecer un diálogo con ella que por el sabor del producto, pero no estaba interesada. Algunos metros un en un carrito, una mujer mayor vendía envuelta en hojas de plátano una masa de maíz, lo que se conoce por humita en la zona andina o pamonha en Brasil.
Ya de vuelta a la posada, teníamos que organizar todo para partir a la mañana siguiente. Por la tarde, le avisamos a uno de los muchachos que trabajaban que nos íbamos en la seguiente manana. El era el encargado de contactar y reservar el vehículo para nuestro traslado.
Ya en la noche con todo listo, fuimos a modo de despedida, comer algo en el bar del Hostal. El hostal decía que tenía wifi, pero cuando consultamos porque no encontrábamos la señal, nos dijeron que habían horarios, pero por una cosa u otra, nunca nos supieron decir cuales eran, fue imposible conectarse. Después nos dimos cuenta que no tenían problemas de mentirnos, de inventar escusas. Como si fuera poco no había agua caliente (cosa que también nos habían afirmado que si había) y como para salir del paso prometieron arreglar, pero nunca aparecieron. Pero lo peor estaba por venir. Cuando preguntamos si estaba todo arreglado para la partida, fueron a hablar con el muchacho de la tarde. Volvieron y nos dijeron, increíblemente, que no habían conseguido lugar para nosotros, que teníamos que quedarnos un día más allí. ¡No lo podíamos creer! Teníamos la plata justa y no queríamos pagar otra noche más lo que para (ahora) bolsillos de ciclo-viajantes era bastante caro. Para colmo la culpa era nuestra, por no haber avisado antes, no de ellos que se habían olvidado de reserva cuando les pedimos y que cuando lo hicieron recién ya no había lugar. Ya nuestra paciencia se había acabado y entramos en discusión con los funcionarios. No había forma de que reconocieran su responsabilidad y querían que pagáramos otra noche al mismo precio, como si nada.
Cuando el tono de la discusión estaba subiendo, y los otros huéspedes que allí estaban tomando y comiendo algo, comenzaron a mirarnos para ver que estaba sucediendo, el muchacho de recepción quién se había olvidado de hacer la reserva dijo algo que me movió en el momento y que lo recuerdo como si fuera hoy: “Ustedes los españoles, siempre queriéndose aprovechar del buen corazón de nosotros los indígenas”.
Desde el estómago, un conjunto de emociones fueron surgiendo, trenzándose confusamente y subiendo, sin que pudiera identificarlas claramente por separado, hasta que se trancaron a la altura de la garganta, por un nudo que allí recién se había formado.
Por lo que pude averiguar eran la rabia y la pena, la tristeza y el enojo, la solidaridad y el egoísmo, y también el encuentro y la distancia.
En este viaje, ha ido en lento pero en permanente aumento el sentimiento latinoamericanista, el sensibilizarse por la lucha de los pueblos originarios y el reclamo de sus derechos, compartiendo sus demandas; y no pocas veces, sentir como propio el dolor de las injusticias que han sufrido y sufren. Pero ahora, pensando estar defendiendo nuestros “legítimos” derechos, eso todo lo habíamos dejado de lado, y estábamos del “otro” lado. Aunque según nuestros ojos la discusión era entre iguales, puntual y ahistórica: nosotros “clientes” y ellos “prestadores de servicios”. Pero esa frase, golpeo fuerte y quebró ese mi punto de vista, interpelo mi posición, cuestiono mi identidad. Identidad que se sentía recostada más a su lado que del español, pero que fenotípicamente (barba mediante) era claro ante sus ojos mi pasado “conquistador”, y nuestra conducta lo reafirmaba, lo actualizaba. Bien saben ellos, que aunque vayan cambiando las nacionalidades, y vaya pasando el tiempo, los que están abajo siguen siendo los mismos, y son en muchos casos, con suerte, empleados de su propia tierra.
Algo más discutimos, pero ya no era lo mismo, todo quedó chico comparado al tamaño y el peso de sus palabras.
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