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La Virgen del Carmen, patrona de la región ―también conocida por Nuestra Señora de la Gruta―, custodia la entrada. Adentro, se siente humedad de cueva y olor a pantano.

Avanzo a tientas. Mis manos lazarillo, cada tanto palpan una superficie viscosa. Un lodo frío absorbe mis pies, mientras patas anónimas me rozan el cuello. Lágrimas de estalactitas perforan el silencio en un perpetuo goteo mineral: tic-tic-tic.

De pronto, el cielo resurge, tranquilizador. Otra especie de cripta con su garganta abierta parece contener la respiración al verme. La idea de volver a caminar con el agua por la cintura, acompañado de murciélagos y otras alimañas me provoca un escalofrío.

       A la salida, quedo conversando con Pastora, la encargada de cobrar un dólar al visitante que quiera sentir el lúgubre placer de recorrer «La Gruta». Más tarde llega Ernesto, su marido. Se acoda en la baranda de hierro de la entrada y comienza:

«Nosotros vivíamos con un loro que tenía veinte años. Un día llegó una señora pipona[1], lo miró fijo y a las horas el periquito se murió. Las mujeres piponas tienen poder en la mirada». Sentada en una silla, Pastora asiente.

       Luego, don Ernesto se queda un rato sin palabras, observando cómo el rumor del viento juega con las hojas de los árboles.

       «Otra vez, un puerquito estaba muy bien de salud. Una mujer con mirada fuerte le echó el ojo y el pobre cayó enfermo. Temblaba de fiebre. Sus dueños, sin perder tiempo, lo llevaron a la casa de la mujer. Le mostraron cómo estaba el animal por su culpa y le pidieron que orinara en un balde. Allí mismo bañaron al chanchito con esa pócima. Días después, se curó»

Isla Colón, Panamá, agosto de 2014

[1] Embarazada

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