Bajo nubarrones, un carro permanece atado a una bicicleta en el parque La Sabana. Al costado, sobre un colchón, descansa un hombre. Llego a su lado y se levanta de golpe, como quien recuerda una obligación. Con el dedo índice, apunta a su boca apretada.

       El carro amenaza con desarmarse. Está decorado por cientos de monedas, banderas, espejos de colores, CDs, y estampitas de superhéroes. Un perro, cruza entre un pitbull y una incógnita, me vigila con interés casi científico desde adentro.

       Comienza a llover. Lo ayudo a trasladar sus cosas hasta debajo del techo de una parada de ómnibus. Me invita a sentarme a su lado con un gesto. El repiqueteo de las gotas en el hormigón parece realzar un silencio gomoso que empieza a envolverme como una boa constrictor. Trato de hablarle pausado y con señas, pero no entiende.

Una televisión portátil pasa un videoclip de los Beatles. Se coloca auriculares y mueve la cabeza queriendo compartir la música que no escucha, pero siente.

Asfixiado por una angustia indefinida, me despido. A las pocas cuadras me alcanzan algunas preguntas. ¿Qué paisajes escondían sus ojos? ¿Adónde pesaban sus dolores? ¿Por cuál vereda caminaba su alegría?

       Para abismarse en los misterios de otro, o navegar océanos interiores, hace falta tiempo.

San José, Costa Rica, septiembre de 2014.

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