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       En la entrada de La Gruta, en Bocas del Toro, me encontraba conversando con la señora Pastora; yo, en la puerta de su casa, ella, sentada en una silla, adentro.

       Pastora es encargada, desde hace muchos años, de custodiar la entrada a La Gruta y cobrar un dólar a cada visitante que quiera experimentar el dudoso privilegio de caminar con el agua bajo la cintura, en absoluta oscuridad, junto a cientos de murciélagos y otras alimañitas de Dios.

       El «paseo» tardó cinco eternos minutos, y fue más que suficiente. Hay un segundo lúgubre recorrido, que insume permanecer media hora en esas condiciones, pero preferí no averiguar de primera mano. Luego de finalizada la odisea, y mientras conversábamos sobre el lugar y sus cosas, llegó «el señor», como ella le dice. Se llama Ernesto y es su marido. Intervino con sereno entusiasmo cuando, al preguntarle por un lorito que andaba en la vuelta, comenzó a ensamblar recuerdos. Desempolvó de algún rincón de su memoria un loro que le vivió veinte años: «Un día llegó una señora que estaba pipona ―embarazada―, lo miró fijo y a las pocas horas ¡el animalito se murió! Las mujeres piponas tienen poder en su miramiento», afirmó. Me dijo que ese modo de dañar se conoce como ojear o mal de ojo. Pastora, desde adentro, asentía con su cabeza.

       Permaneció en silencio algunos segundos, mirando cómo el viento jugaba con las hojas verdes de los árboles. Hasta que pareció vislumbrar algo. Y allí estaba, solito, apoyado en una rama flaca, otro recuerdo que se aferraba con uñas y dientes para no caer en el olvido, que se alegró al ser visto, se ilusionó por haber sido evocado y se le ofreció para ser contado. Don Ernesto lo recogió tiernamente con la mirada y lo compartió en su voz: «Una vez conocí un puerquito que estaba muy bien de salud. Una mujer con mirada fuerte le echó el ojo y el pobre cayó enfermo de un día para el otro. Temblaba de chuchos y fiebre por las noches. Los dueños del animalito, sin perder tiempo, lo llevaron a la casa de la responsable, le explicaron la gravedad de la situación y le pidieron que orinara en un balde. Enseguida, bañaron al chanchito con esa pócima. Pero en los hospitales no creen en estas cosas», dice don Ernesto.

       El cerdito goza de buena salud.

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